Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en
Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría,
Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos
los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por
los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La
Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino
de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado
bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía,
¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la
isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de
ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche
organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba,
muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la
terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su
nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del
féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo
acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para
que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la
sal al viaje.
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra
Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y
chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto
con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos
pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería.
El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas
cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y
cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto
amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la
oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus
deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio
Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la
pensión, sin respetar los escalafones.
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo.
Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo
al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me
recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta.
Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con
energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho,
librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su
baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos
(quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se
iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el
mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se
quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar
en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo
todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen
extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y
de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas
modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de
sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros,
cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que
casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo
distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A
lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós
viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del
Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi
memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y,
también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la
angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de
algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va
olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de
plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no
fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina,
apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba
el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud
debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos.
Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco
pesos? Dos de propina.”
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de
teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio.
Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una
teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira,
parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios
muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz.
Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento
tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… figúrate, en cambio,
que México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No
es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que murió de
indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él,
sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a
Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de
sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de
la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en
cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los
hombres para poder creer en ellos.
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte
indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis
fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le
guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con
estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool
desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla
donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la
consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al
Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de
esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero,
todos en torno al agua. Ch…”
“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool
en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño
natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La
piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o
lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de
tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la
sangrienta autenticidad de la escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está
aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de
trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y
fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la
oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca
parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco
que iluminaba verticalmente en la escultura, recortando todas sus
aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su
ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de
la cocina y se desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano,
sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas
sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a llegar tarde a la
oficina.”
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero
estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y
las lluvias se han colado, inundando el sótano.”
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del
Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de
las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los
quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un
aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de
una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a
aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado
cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto, para
evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón,
ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su
arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis
padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el
sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya
parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de
la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al
finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la piedra. Cada
vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo:
era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su
escultura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por
arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza
de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”
“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac
Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No
quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al
apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa
figura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool
tiene vello en los brazos.”
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina,
giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que
llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los
compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es mi imaginación o
delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas
veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de
agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como
niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta
diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato
continúa:
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es,
más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos
damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el
agua de rojo… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa
en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y
olvidados?… si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran
una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar
encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la
quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y
nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran
cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el
rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al
grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria,
cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que
recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando
mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que
estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para hacerse viva y presente.
Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y
elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado,
parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas
menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un
despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos
respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que
el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a
dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los
ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con
la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios
de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
“Casi sin aliento, encendí la luz.
“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga
encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al
caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el
labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casuelón cuadrado sobre la
cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia
mi cama; entonces empezó a llover.”
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la
Secretaría, con una recriminación pública del Director y rumores de
locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios
descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía olerse,
ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para
hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo;
pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían
enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida
en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y
empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son
de fines de septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘…un gluglú de agua
embelesada’… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias
ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su
paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños
mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor,
extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias
flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue
descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres
de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la
tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del
escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac
Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el
mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció
gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1,
y cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afilan y
brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace
en mi cama.”
“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora
duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos
de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac
Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia
la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder
al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene
corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que
dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.”
“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a
devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla
-horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la
bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados brazaletes. Debo
reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo
dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una
prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -¿quién lo dijo?-
es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi
ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac
Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para
siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él.
Mientras no llueva -¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”
“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al
oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto
mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me
contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el
día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se
concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero
detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos.
Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto
explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a
telefonear a una fonda para que diariamente me traigan un portaviandas.
Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo
inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de
pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de
aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa
desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará: también es Dios
del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías
nocturnas… Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar
acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con
él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel
renovada y quise gritar.”
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en
piedra. He notado sus dificultades recientes para moverse; a veces se
reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de
nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno que se
le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para
vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya
no tienen lugar aquellos intermedios amables durante los cuales
relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento
concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar: los
vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la
bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a
usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes
parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en
tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se
acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del
tiempo. Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no
querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un testigo…, es posible
que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a
Acapulco; veremos qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la
muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito
asolearme, nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos.
Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo
Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su
relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia
al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo
sicológico. Cuando, a las nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún
no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para
llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el
entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta
se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su
aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata,
quería cubrir las arrugas con la cara polveada; tenía la boca embarrada
de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar
teñido.
-Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.